Dos actitudes impelen al ser humano al conocimiento: la curiosidad y la admiración, las mismas que Aristóteles precisaba en el origen de la filosofía. Y desde entonces, todo el pensamiento occidental se lanzó a la búsqueda de explicaciones capaces de satisfacer el ansia intelectual característica de las mentes más inquietas por encontrar las verdaderas razones que subyacen tras los fenómenos naturales, más allá de las explicaciones fabulosas basadas en mitos y dioses con las que el curio-so se manejaba en una etapa prefilosófica anterior.