Desde el mismo momento en que apareció hace 100 años la edición inicial de La vorágine en los talleres de Cromos de la ciudad de Bogotá, los lectores no pudieron escapar al impacto de las primeras líneas con que José Eustasio Rivera dio comienzo a su esplendente e intrincada novela, sin asociarla con la realidad de un país que luchaba por romper esa dura costra feudal que la condenaba al atraso, a la desigualdad social y al coloniaje mental y económico durante siglos. Realidad, designio, premonición, esta primera frase ha terminado por convertirse en una amarga alegoría de Colombia, y sin embargo, en medio de tanta barbarie consumada a lo largo de los tiempos, aún persiste en cada alma el afán por alcanzar la conquista individual o colectiva de los deliquios embriagadores del amor junto con otros ideales que por fin nos pudieran librar de tanta manigua devoradora de alegrías y esperanzas.