Cuando Mario Vargas Llosa publicó «Los cachorros» en 1967 era ya un escritor consagrado, en su plenitud de narrador. Relato que busca en todo momento una voz plural (según el autor obra más cantada que contada), que ondula de un personaje a otro, de lo subjetivo a lo objetivo, ha suscitado una increíble cantidad de interpretaciones: evocación de juventud, parábola sobre la impotencia de una clase social, castración del artista en el mundo subdesarrollado, y otras muchas. Cualquiera puede ser cierta porque «Los cachorros» tiene la intensidad y el carácter ambiguo de las grandes obras maestras.